domingo, 19 de junio de 2011

LA PINTADA CALLEJERA COMO REIVINDICACIÓN DEL “YO”

Por Javier Hernández Landazabal

                                                    


Podría afirmarse que el hombre es un animal pintor por naturaleza. Desde Altamira o Lascaux hasta el muro de la vergüenza israelí, pasando por el de Berlín, con tierras y sebo o spray industrial, el ser humano ha dejado su impronta en las paredes. En un acto simbólico y puritano ha vestido la desnudez de los muros, ha tapado sus vergüenzas y deterioros, ha disimulado la humildad o tosquedad de sus materiales, elevándolos de rango, ascendiéndolos de categoría, sublimándolos, convirtiéndolos en prolongación del yo —individual o colectivo—, en reflejo de un escalafón social, de un nivel, de un prestigio, de un poder —real o imaginario—.
Para ello, aunque a lo largo de la Historia se han utilizado los más diversos procedimientos, el predominante en la decoración mural ha sido siempre la pintura, en múltiples variantes. La encáustica fue la técnica más extendida en las antiguas civilizaciones, pero —al menos, durante los dos últimos milenios— el temple y el fresco han sido los más utilizados, alcanzándose, con éste último especialmente, insuperables cotas de esplendor. Su uso y vigencia ha permanecido imperturbable, sin apenas variaciones técnicas, hasta bien entrado el siglo XX. 
No hay hito humano que no haya quedado registrado en las paredes. Particularmente, en las de templos y palacios, en las de salones burgueses y edificios públicos. Porque sobra precisar que, salvo contadas excepciones, el muralismo siempre ha estado al servicio del poder, ya sea religioso, económico, político, militar.  Revolucionario, incluso. Pocas veces del lado del pueblo. Y cuando ello ha ocurrido, éste ha figurado como ente abstracto, como etnia, nación, patria o bandera, difuminadas las individualidades en pos de la exaltación colectiva. En este contexto, el artista, el pintor de murales ha sido una especie de sacerdote, un intermediario entre la gente y las más altas instancias terrenales e, incluso, divinas.


“Pinto, luego existo o la reafirmación individual
Pintada en el extraradio de Vitoria-Gasteiz  (Archivo del autor)
Pero no es menos cierto que los muros,  además  de  levantar  acta  de  la Historia con mayúsculas, de la historia oficial—, también se hacen eco de otras historias. Historias oficiosas. Extra-oficiales, incluso. Historias grabadas a sangre y plomo en las tapias de los cementerios —memoria y testimonio de fratricidas guerras y postguerras inciviles—. Y también, esbozos de historias de gente corriente. Historias menores, retazos de historias. Gestos imprecisos, arañazos fugaces en estucos, zafios intentos de dejar huella. Pinceladas de vidas anónimas, individualmente irrelevantes, que en su conjunto —la unión hace la fuerza—, emborronando fachadas, re-dibujan de nuevo la ciudad.
Y cuando las paredes no son suficientes, cualquier superficie vale para dejar la vulgar impronta. La pintura se trastoca entonces en grabado —punta seca navajera— sobre puertas de retrete o en la corteza de los árboles. Firmas, rúbricas, minimalistas corazones heridos por flechas de amor adolescente. Vana búsqueda de posteridad sobre la piel de los bosques, sobre la epidermis de las rocas, sobre la mucosa interna de las grutas. Arte neo-rupestre que cierra un círculo abierto en las postrimerías del Paleolítico.
Y es que, al margen del muralismo oficial —de encargo, políticamente correcto, similar en premisas y postulados a sus equivalentes de épocas pretéritas y, como aquellos, de incuestionable calidad técnica y artística—, hoy por hoy, lo que prolifera es una especie de muralismo popular, espontáneo, exento en muchos casos de intencionalidad artística, presuntamente trasgresor y contra-cultural, supuestamente alternativo. Muralismo de baja intensidad, donde la exaltación del yo y la reafirmación individual, en detrimento del hito colectivo, se constituyen en principal característica. En este aspecto —parafraseando a Descartes—, podría afirmarse que los nuevos muralistas han hecho suyo el axioma: “Pinto, luego existo”.
Si bien es verdad que, aunque a pequeña escala, siempre ha existido esta corriente paralela, no es menos cierto que hasta las últimas décadas nunca había alcanzado semejantes proporciones. Ha sido preciso esperar hasta el convulso siglo XX, casi hasta los albores del XXI, para que la pintura mural, tan conservadora en modos y formas, diera este gran salto cualitativo y, también, cuantitativo.
La revolución de los polímeros o la democratización en el Arte
Pintada en el extraradio de Vitoria-Gasteiz  (Archivo del autor)
           Tan brusco cambio no hubiera sido posible sin la consolidación de la revolución industrial, que en los albores del siglo XX conllevó también aparejada una revolución artística. La fabricación en serie de las pinturas asestó un duro golpe a las técnicas tradicionales. Mediado el siglo, con la irrupción en el mercado de nuevos materiales sintéticos, más económicos y de mayor versatilidad, recibirían la puntilla.
Concebidos en origen para su uso mural —no necesariamente artístico—, los nuevos medios logran adecuarse también a las exigencias del pintor de estudio y caballete. Ya en los años sesenta, el Pop Art propicia su consolidación definitiva. La revolución de los polímeros. El boom de los acrílicos.
Atrás quedaron los rituales iniciáticos del oficio, los tediosos años de aprendizaje bajo la tutela del maestro artesano que, dosificando su sabiduría, gota a gota, de manera casi homeopática, trasmitía al neófito los arcanos de la técnica, la alquimia de los colores, las fórmulas —casi mágicas— para la elaboración de esencias y aceites, de barnices, bálsamos y resinas. En nombre de la modernidad y del progreso, en la actualidad se reniega del pasado, eliminando de un brochazo milenios de tradición y saberes ancestrales. Porque —seamos sinceros— hoy en día,  para ser artista, basta con acudir a una tienda especializada y comprar pinturas. Y, como mucho, un manual del tipo “También usted puede hacerlo” o similar. Además, por módico precio, un cursillo de tres horas semanales en un centro cívico resolverá las razonables dudas de quien, ávido de conocimiento, desee  profundizar en el tema.
Para bien o para mal, resulta evidente que el Arte se ha democratizado. Ha caído del pedestal, colocándose —hecho añicos— al alcance de las masas. Y todo el mundo es artista y todo vale y cualquiera sentir —en un momento dado— la llamada, la necesidad de comunicarse y trascender a través del arte, de la pintura o de la pintada.
Y así, con semejantes premisas y perspectivas, cada día, un espectro significativo de urbanitas, prófugos del anonimato, ávidos de fugaz notoriedad, autodidactas convencidos de que tienen algo o mucho que decir y que expresar, se lanzan a las calles. Pertrechados de aparejos, presos de una fiebre inexplicable,  pintan y repintan las fachadas sin permiso. Unas veces con arte; otras, con nocturnidad, alevosía y malas artes. Poseídos de una especie de neo-horror vacui, saturan los muros de filias y de fobias, de pasiones y obsesiones, de imágenes imprecisas e impredecibles, de garabatos, de borrones y de monigotes.
Y así, a día de hoy, en los albores del XXI, trastocadas en abigarrada miscelánea multicolor —inabarcable tablón de anuncios, lamentable muro de lamentaciones—,todo cabe y es posible en las paredes. Lo  banal y lo sublime. La denuncia y la proclama. La oferta y la demanda.  La pincelada fina y el exabrupto de brocha gorda. El mensaje rotundo y el indescifrable graffiti de caligrafía imposible. Variopinto baratillo de mensajes solapados, superpuestos, yuxtapuestos, contrapuestos. Colorista batiburrillo, caos policromo,  mareante popurrí, a menudo, ininteligible por saturación y sobre-exceso.
Pero, entre tanta subjetividad borrosa, entre tanta impronta difusa y tanta propuesta confusa, “a veces, algunas veces, el pintor’ tiene razón”. Y, excepcionalmente, las paredes sorprenden con algo insospechado. Quizá —por poner tan sólo un ejemplo—, con la obra de algún epígono aventajado de Banksy. O, incluso, con algún trabajo del propio Banksy. Y es entonces cuando la pintada callejera comunica, engancha, atrapa y envuelve. Cobra sentido. Se hace Arte. Arte Mural. Porque es sabido —se suele afirmar— que las paredes oyen. Pero también hay veces que hablan. Y cuando lo hacen, tienen mucho que decir.                                                      

( Texto extraído de HORMIRUDI TAILLERRA II - JENDAURREKO HORMIRUDIA / TALLER DE MURALISMO II- MURALISMO PUBLICO 2007, Ed. Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz. Año 2008)
                                      

CUANDO EL CAOS OCULTA UN ORDEN

Brenan Duarte
Colegio de España. PARÍS.
Del 3 AL 31 de Marzo de2010
 brenanduarte.blogspot.com
Por Javier Hernández Landazabal
        
          Que “la materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”, es formulación sintética de la Ley de la Conservación de la Materia, enunciada por Lavoisier, en 1789. Año crucial, en que también la Revolución Francesa sentaba los principios de otro tipo de cambio y radical transformación. Coincidencia significativa, sin duda reseñable, que abre vías de análisis transversal, pero que alejaría por derroteros de dispersión el propósito de estas líneas, indisociable del principio de Lavoisier como antesala a la Teoría de la Auto-organización. Especulación científica, que aborda los comportamientos de la materia y alude a su capacidad para auto-organizarse, generando sistemas nuevos y de mayor complejidad en sus propiedades.

          De la libre interpretación de estas premisas, y bajo el epígrafe Orden y Caos, arranca la propuesta plástica de Brenan Duarte. Y, en torno a ellas como eje articula su discurso y gira el sentido de su obra.

          El monotipo, técnica básica de estampación, se revela para el caso procedimiento idóneo, acorde con la finalidad perseguida. Versátil sistema de impresión, que permite al autor explorar estrategias aleatorias y ensayar casualidades. Moverse en el terreno de lo imprevisto y adentrarse en una búsqueda gráfica de destino incierto, cuyo resultado es metáfora del caos. Representación y alegoría del ‘primitivo estado de confusión en que se supone la materia antes de la creación del mundo’ (sic). O, lo que vendría a ser lo mismo, antes de una supuesta auto-organización.

          Y, como tal materia, también el magma impreso del autor aspira a un orden. A una reestructuración en formas nuevas, respecto a un código escondido. Y, así, de manera análoga, aunque desde parámetros puramente artísticos, Duarte analiza y reinterpreta la impronta primigenia. Establece nexos de afinidad y vínculos de parentesco formal, cromático o dimensional. Investiga conexiones y recompone contenidos.

          De la racionalización de lo confuso nace Orden y Caos, una muestra de cuidada factura y calculada puesta en escena, donde la huella originaria, procesada y redistribuida espacialmente respecto a un orden nuevo, gana en complejidad y es génesis de la obra acabada. Obra estructurada en series —bloques secuenciados de monotipos—, donde cada una éstas funciona como entidad unitaria. Unidad plástica pluricelular. Miscelánea modular o mosaico de causas y azares, en que, a modo de tesela, cada estampación cobra sentido en una doble correspondencia: la que la vincula visualmente con sus adyacentes y la que la interconecta con el conjunto en que se ubica. Una constante que, en plano paralelo, se repite en la globalidad de la muestra. Y, a mayor escala, reestableciendo similar diálogo a dos bandas, cohesiona series entre sí y, a su vez, con la totalidad expuesta.

          Acertada reduplicación, que subraya y reafirma la reflexión subyacente en la propuesta: Que el azar tiene sus leyes, y también el caos oculta un orden.

SIETE PUERTAS FUERA DE QUICIO

Iñaki González-Oribe
Escuela de Artes y Oficios. Vitoria-Gasteiz
Del 12 de Febrero hasta el 5 de Marzo de 2009
http://i-glez-oribe.blogspot.com/
Por Javier Hernández Landazabal
Vista general de la exposición
 
              De entrada, siete puertas. Siete puertas exentas reutilizadas como so-porte de la impronta y reconvertidas, al conjuro de la idea, en parodia de sí mismas. Siete puertas sacadas de quicio y de contexto, y trans-portadas a un nuevo marco: el artístico.
            Con resonancias de ready-made dadaísta, ni la propia elección del objeto ni su posterior manipulación en superficie es, sin embargo, azarosa ni aleatoria. Tampoco resultado de impulsos nihilistas o viscerales (por no decir violentos). Muy al contrario, la propuesta de González-Oribe (Vitoria-Gasteiz, 1957), tramada y cuidadosamente planeada de antemano, es un guiño que no busca la provocación sino la complicidad del espectador.
            Sí parece, en cambio, compartir con el Dadá la premisa de que “el Arte no es serio” —como ya apuntara Tristan Tzara—, así como un similar descreimiento en su capacidad transformadora y una cierta intencionalidad de juego, mascarada y burla. Todo ello concretado en el escéptico posicionamiento desde el que González-Oribe aborda las grandes cuestiones: Dios, Religión y Muerte. Y otras más cotidianas, de menor enjundia y entidad, pero consustanciales y definitorias de su sociedad y de su tiempo: nuevas tecnologías, prisa e inmediatez, narcisismo, apariencia y vanidad o deporte y alienación de masas.
            Con todo, la muestra remite a una corriente lírica y humorística —“ya el surrealismo reconoció al humorismo como ingrediente fundamental” (Moreno Galván)— que, rizando el rizo de la ocurrencia y al sesgo de ismos y tendencias, trufó la pasada centuria de inverosímiles vueltas de tuerca y especial ironía. Una corriente trasversal, ajena a cánones y ortodoxias, capaz de generar una plástica híbrida e inclasificable, rica en hallazgos formales, y oscilante entre el divertimento y el absurdo (aunque no por ello carente de sentido).
            Aunque inserta ya en los albores de un nuevo siglo, siguen siendo éstos parámetros de referencia válida para ubicar la obra de González-Oribe. Una obra cuyo peso, sin desdeñar su ineludible componente visual, bascula hacia el lenguaje. Y a través de él, explorando sus límites, mutando el significado común de las palabras y estableciendo un juego de referencias cruzadas, de asociación y analogía,  parafrasea la  realidad proponiendo un nuevo formato.
            De conceptos objetuales cabría calificar las piezas expuestas, aun en el convencimiento de que las etiquetas nunca definen; muy al contrario, generalizan, encasillan y acotan. Sirva la denominación, sin embargo, como intento de acercamiento, como llave de acceso a una propuesta cerrada en su literalidad, pero abierta al doble sentido, al envés de la palabra, al anverso de la imagen, a la cara oculta e imprevista del objeto.